El costo de que no operen el Estado ni los partidos.
Cualquier análisis de la perspectiva política poselectoral, por más elemental que fuera, y con independencia de quien ganara la elección, debía concluir en que el riesgo principal para la gobernabilidad en el período 2011-2016 era la conflictividad social, pero nunca nos deja de sorprender cada nueva ola que aparece.
Esta vez fue Cajamarca el lugar de la largada, y mientras allí todavía no regresa la calma, la tensión está avanzando hacia otras zonas, en cada una por un motivo distinto. Un penal en Cañete; la minería informal en Madre de Dios y Nasca; la pesca en Tumbes; el enfurecimiento escolar contra el director de un colegio en Huancayo; o la demanda para que se construyan un hospital y un colegio en Barranca.
Andahuaylas ha sido, por el contrario, la única zona donde se ha logrado postergar el conflicto mediante un acuerdo, pero no hay duda de que en las próximas semanas la conflictividad mostrará nuevos paisajes.
Hay dos hipótesis para explicar la ola reciente. Una es que se trata de una arremetida coordinada por sectores radicales para obligar al gobierno a volver a los planteamientos con los que empezó la campaña. Un informe de inteligencia entregado al presidente Ollanta Humala hace un mes daba cuenta de este riesgo.
La segunda hipótesis es que Cajamarca –donde, hasta ahora, las autoridades regionales le van ganando la partida al gobierno– esté alentando la protesta en otras zonas con la expectativa de que el presidente Humala no quiere muchas olas y prefiere ceder antes con rapidez. En Cañete hubo, lamentablemente, un muerto pero lograron que el gobierno retroceda.
A lo anterior puede agregarse que el candidato Humala se excedió con las promesas electorales y ahora la ciudadanía le pasa la factura al presidente. Está, además, el marcado contraste entre el sector que avanza y el que no se engancha al progreso.
A pesar de todo ello, la pregunta persiste: ¿por qué la gente de zonas distintas, por motivos diferentes, está dispuesta a salir a la calle a protestar e, incluso, a arriesgar su vida.
La respuesta es que la gente está molesta e indignada por un cúmulo de problemas, grandes y pequeños, no resueltos y ni siquiera atendidos por parte del Estado –en todos sus niveles: central, regional, local–, el cual sigue siendo un aparato inoperante que no sabe escuchar al ciudadano.
Por otro lado, ante el colapso de los partidos políticos, la gente no encuentra canales ordenados para transmitir su indignación, lo que alienta expresiones de protesta que, con frecuencia, se vuelven violentas.
Sin Estado ni partidos que funcionen, la política seguirá siendo un obstáculo para el crecimiento inclusivo y los llamados al diálogo por parte del gobierno no serán nada más que un ‘mejoralito’ para un enfermo grave.
Fuente: La República